En los 93 días de cuarentena que llevamos por el Covid-19, hemos atravesado gradualmente por una serie de situaciones. La expectativa de que el encierro no se extendería, las ampliaciones del mismo, las marchas y contramarchas de los bonos otorgados por el gobierno, la incertidumbre de la educación, la alarma por la falta de camas y ventiladores, las migraciones desesperadas de cientos de personas, la discusión por la liberación de internos, el abandono de las comunidades nativas, la escasez del oxígeno medicinal, entre otras. 

A ello se suman las cifras diarias y crecientes del número de contagiados y decesos que contradicen una supuesta meseta alcanzada, las muertes de médicos y policías, la delincuencia que vuelve a las calles, la falsificación de medicamentos y, más recientemente, la invasión de los vendedores ambulantes en el cercado limeño. Todo en medio de los mensajes esperanzadores del gobierno: con los esfuerzos hechos, no obstante las limitaciones, se saldrá adelante.

Así, en el espacio de nuestros encierros, al igual que los vendedores ambulantes, nos hemos vuelto ambulantes de la información, en tanto esta nos permite una perspectiva del mundo exterior y nuestro alrededor. Deambulamos de un espacio a otro en la búsqueda de decisiones y respuestas ante el deseo de imaginar un lugar fijo en donde podamos sentirnos protegidos y así escapar de la muerte que nos persigue. Igual que los policías montados que persiguen a los vendedores.

Deambulamos en la red y en los instrumentos de la tecnología. Deambulamos en el paso del tiempo. Nuestros pies dejan huellas. Damos pasos, marchas y trancos (a veces bailamos) para no sentirnos inactivos ni inmóviles ante el futuro. Hemos hecho de la ambulación una forma de nueva vida, tal como lo hacían los nómadas en los tiempos pretéritos. En todo caso, somos nómadas nuevos, pero limitados en el libre tránsito, puesto que queremos sobrevivir. Ambulamos para resistir. Ambulamos para vender, comprar y comer. La historia de la humanidad.