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Las catalinas y la muerte

Christian Reynoso

Publicado: 2022-06-28

A fines de 1827, las religiosas del Convento de Santa Catalina de Arequipa, sumamente preocupadas, escribieron una carta al presidente del Congreso en el gobierno de José de La Mar. Se había emitido una disposición para que “toda persona sin excepción ni calidad alguna” sea enterrada en los cementerios que para ello se construirían. Las religiosas pedían, ante ello, “indulgencia y conmiseración” apelando a su estado monacal, pues no querían que, cuando murieran, sus cadáveres fueran retirados del monasterio, “en brazos de indios”, para ser enterrados en el panteón general.

No concebían que, unas “pobres religiosas que desde su tierna edad se consagraron a Dios y se encerraron a cuatro paredes por tener su alma a cubierto”, tuvieran que separarse, en la muerte, del “compañero de nuestra alma que nos ayudó a llevar la cruz de la mortificación”. Deseo entendible si habían decidido ingresar al convento para llevar una vida de oración y no salir nunca, ni siquiera muertas. Pedían, por último, que por lo menos se les autorice hacer “nuestro panteón dentro del mismo monasterio”. Pues, ello no perjudicaría a nadie. ¿De qué manera podían afectar los miasmas de unas pobres religiosas? Firmaba la carta sor Juana de Dios Mazuelos, secretaria.

Hoy en día, una copia de esta carta se exhibe y puede ser leída en uno de los salones del Convento de Santa Catalina, en el centro histórico de Arequipa. Hoy, un convento convertido en lugar turístico concurrido a diario. En el mismo salón, además, se observa los féretros en los que las catalinas eran enterradas, pero más sugestivos resultan los cuadros en los que ellas aparecen muertas y con los ojos cerrados. Pues, la costumbre era retratarlas luego de fallecidas para así recordarlas por siempre. La mano de los pintores capta a la perfección la rigidez de sus rostros.

El convento, fundado, en 1579, es en realidad una ciudadela que ocupa una manzana de dos hectáreas. Las catalinas ya no viven allí, desde que tuvieron que salir, vivas, luego de las afectaciones a las estructuras que dejaron los terremotos de 1958 y 1960. Diez años después, en 1970, el convento fue abierto al público. Hacer un recorrido por sus calles y salones permite conocer la forma cómo vivían e interactuaban las religiosas y las labores a las que se dedicaban. También presenciar la pinacoteca de cuadros religiosos, en su mayoría de pintores cusqueños, y los frescos de sus patios, hasta llegar a la zona del cementerio, aunque cerrado al público por estos días.


Escrito por

Christian Reynoso

Escritor y periodista peruano. Magister en Literatura Hispanoamericana. Autor de novelas y libros de investigación y ensayo.


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