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foto: ivan florez ojeda

¿Puno hacia el abismo?

Christian Reynoso

Publicado: 2023-02-14

El sur peruano, y en particular el altiplano peruano, ese espacio considerado remoto, hostil, frío, adonde la altura no te deja respirar cuando eres foráneo y llegas por primera vez y debes guardar cama y tomar mate de coca; aquel lugar donde Mario Vargas Llosa ―hoy que es noticia― mandó como una forma de castigo a varios de sus personajes novelescos, y él mismo recibió chiflidos y piedras cuando arribó como candidato presidencial en medio de la Fiesta de la Candelaria (ver al respecto mis artículos en esta columna el 2 y 9 de julio de 2019); el altiplano peruano, aquel lugar, a menudo objeto de estudio para la antropología, las ciencias sociales y el análisis político, debido a su tejido social y su carácter furtivo, acaso clandestino, si pensamos por ejemplo en el contrabando, La Culebra, la minería ilegal.

El altiplano peruano, al mismo tiempo, espacio cultural y fronterizo complejo, pero rico para la inspiración y creación, ha tenido presencia en el imaginario nacional desde la vanguardia literaria de los años veinte, además de su folklore, admirado por José María Arguedas; su pintura, y la belleza de sus paisajes andinos y de selva, y su azul del cielo que seduce. También, hay que decir, ha sido territorio de luchas por la tierra y movilizaciones que le han conferido cierto estatus de región rebelde. Tal vez con orgullo, como el poema de Dante Nava “Orgullo aimara”.

En los últimos veinte años, por lo menos un par de hechos de su historia han llamado la atención del país y tenido una significativa trascendencia: en 2004, el asesinato del alcalde de la provincia sureña de El Collao – Ilave, Fernando Robles, en manos de una turba enfurecida que lo acusó de corrupto sin que, finalmente, tuviera responsabilidad en dichos actos. En el fondo, una lucha entre los locales por el poder político, pero que paralizó el sur puneño y fue raíz para discursos reivindicativos de la llamada refundación de la Nación Aimara. Se acentuaría así la mirada hacia Bolivia, con la elección de Evo Morales como presidente en 2005.

En 2011, el nombrado Aymarazo en contra del gobierno de Alan García que entregó la concesión de la minera Santa Ana, en Huacullani (provincia de Chucuito), a una empresa canadiense, no obstante, la contaminación de las aguas. Las protestas consiguieron la anulación de la concesión, pero dejaron tras de sí violencia, estragos y polarización entre urbanos y rurales puneños. Mientras que su líder más visible, Walter Aduviri, en 2018 fue elegido presidente regional y luego vacado y encarcelado por encontrársele responsabilidad en los hechos del Aymarazo.

Hoy, como sabemos, Puno y el altiplano vuelven a estar en los ojos del país, a partir de las movilizaciones que piden la renuncia de la presidenta Dina Boluarte; movilizaciones que incluyen paros y bloqueos y que, desde hace cerca de mes y medio, persisten sin descanso. A diferencia de los dos anteriores hechos que se focalizaron principalmente en el sur puneño, hoy lo es en toda la región. Pero tal vez, el sentimiento de la indignación sea más poderoso que todo ello, tras el asesinato de 17 civiles y un policía el 9 de enero, en Juliaca, producto de los enfrentamientos. En todo caso, 20 familias quebradas cuyo dolor se extiende a todo Puno y acaso al país, lo que obliga a seguir en lucha para no condescender con un gobierno asesino. Sin embargo, también es cierto que, a este punto, la paralización está poniendo al borde del abismo a la región y que el cansancio empieza a notarse y a causar estragos. Como si el tiempo estuviera detenido, como si la incertidumbre se adueñara del horizonte, de la pampa, y no hubiera alegría para las albas y murria para los crepúsculos, como dice Dante Nava.


Escrito por

Christian Reynoso

Escritor y periodista peruano. Magister en Literatura Hispanoamericana. Autor de novelas y libros de investigación y ensayo.


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