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Súbete a mi moto

Christian Reynoso

Publicado: 2024-03-12

El velocímetro marca 85 kilómetros por hora. La moto se balancea con elegancia felina en cada curva en la carretera que nos lleva de Tarapoto a Cuñumbuque. Los cerca de veinte kilómetros han parecido apenas un par. Mi cuerpo se tensa en algunos instantes y mi única seguridad es sujetarme con fuerza a las orejas posteriores del asiento, pero también hay que respirar para que la tensión se disipe y uno adquiera confianza, es lo que me dice John. De pronto, una llovizna caprichea, lo que resulta peligroso ante el panorama de la pista mojada, pero enseguida se va con la lucidez del viento y estamos a salvo.

John Santa María, un amigo tarapotino, amable y de hablar lento y musical, me ha invitado a dar un paseo en su Yamaha azul, XTZ 250. Un motón. Mi experiencia de décadas en bicicleta no se asoma en nada a la sensación que produce la moto cósmica y veloz de John. El miedo inicial va desapareciendo y al mismo tiempo me insta a tener que aprender a manejar moto. La libertad y autonomía son indispensables tal como en la bicicleta. Además, en Tarapoto no hay servicio de transporte urbano y solo se tiene a disposición los motokars que, en perspectiva, pueden desfalcarte.

Una mañana John me enseña a manejar moto en una pampa detrás de la cárcel, mientras los presos juegan fútbol. No aprendo en una 250, sino en una Honda Wave 110. Soy un buen alumno, aprendo rápido. Por la tarde, paseo yo solo por los alrededores de la ciudad y practico el uso del embrague, los cambios de velocidad, las luces y los trucos necesarios que Dios manda; al día siguiente, me aventuro por las calles del cercado y su tráfico motorizado ruidoso, caliente y salvaje. Allí está el verdadero aprendizaje. Allí está el reto para ser tarapotino de nacimiento, porque en esta ciudad se aprende a manejar moto antes de que te bauticen, afirman. Y salgo airoso.

Y entonces recuerdo cuando era adolescente en Puno y junto con la collera del colegio veía al Yeri Figueroa en su Harley Davidson paseando por la ciudad, vagazo, pernisuelto, con sus botas de vaquero, su casaca de cuero y su casco, y la guapa novia que iba con él, con la cintura quebrada y el amor a cuestas, mientras se asía de sus hombros; y nosotros soñábamos con ser como él, aunque sea por un rato en la vida. Y entonces hoy, treinta años después, aplano la ciudad de la selva, en una 110, aunque sin botas ni casaca de cuero por el intenso calor, pero sí con una linda muchacha a mis espaldas que me alerta en los semáforos rojos, y canta la música que incendia el motor y la marcha.


Escrito por

Christian Reynoso

Escritor y periodista peruano. Magister en Literatura Hispanoamericana. Autor de novelas y libros de investigación y ensayo.


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