Una bicicleta es un caballo que nos espera
Christian Reynoso
Montado sobre mi bicicleta, mientras pedaleo, siento el aire que colisiona con mi rostro, pero también siento un deseo que hay que reprimir mediante el ejercicio de las piernas y la concentración de mantener fija la vista en el horizonte. Es un deseo en el cuerpo propulsado por “la fascinadora pureza de la velocidad” (dixit Hemingway) que puede romper la luna del velocímetro y estallar en un aparatoso choque en el que los fierros, rayos y llantas se entreverarían en una bella comunión.
Imprimo velocidad a la bicicleta, no porque esté escapando, sino porque siento que, de esa forma, recupero mi camino. Algo parecido a una sensación limpia como la que sienten las personas cuando se han liberado de una opresión. En todo caso, manejar la bicicleta me otorga de una manera real y palpable la sensación de la libertad. No solo eso: me permite pensar. Ignoro si eso les ocurre a todos los ciclistas, pero para mí es una forma de conversar conmigo mismo, mientras pedaleo y la música me invade, mientras juego con la velocidad y la muerte, mientras voy de un lugar a otro por encima de las calles, sin rumbo, hacia lo desconocido.
Lima es suficientemente grande para no aburrirse con la bicicleta ni encontrar pronto un final, pero al mismo tiempo es suficientemente peligrosa. La otrora ciudad de las combis asesinas. La ciudad salvaje en la que es factible de ser arrollado en manos de algún conductor irresponsable. Sin embargo, sigo adelante. La mezcla de velocidad y peligro es seductora, irrenunciable, maldita. En contraste, París en bicicleta es un pan recién salido del horno, caliente y agradable. Un bocado para presumir y para deleitarse en largos paseos urbanos. Con el instinto de la orientación y sin temor a equivocarme llego a Notre Dame, para luego cruzar el Sena por el puente Neuf y acercarme al barullo de Saint-Germain.
Vuelve a mí el sobresalto que sentí el día que aprendí a montar bicicleta por primera vez sin las ruedas de apoyo, en Puno. Vuelve a mí ese tiempo de la infancia como una rueda en movimiento, un tiempo pasado que se despierta como si hubiera estado dormido en algún lugar. Tenía seis años, era una tarde de marzo, allí, en las calles de mi infancia, en la urbanización Puno. Aprendí a maniobrar con elegancia una curva sin detenerme ni poner los pies en el piso y volver con el impulso del pedaleo al lugar inicial. Luego, vinieron recorridos más arriesgados, hasta que crecí y me topé con unos versos: “Una bicicleta es un caballo que espera en un/ rincón del garaje./ Aguarda en silencio” (dixit Ana María Falconí). Es cierto. Todos tenemos una bicicleta-animal fiel que nunca nos abandona.
(El 3 de junio se ha celebrado el Día Mundial de la Bicicleta. Los textos corresponden a un libro inédito del autor).
Escrito por
Escritor y periodista peruano. Magister en Literatura Hispanoamericana. Autor de novelas y libros de investigación y ensayo.