El baile de la gata. Una historia de baile
Christian Reynoso
El baile de la gata era sincrónico y por momentos ondulante. Eso dependía de la música y de los golpes del bombo, es decir de los golpes que uno sentía en su interior a partir de las bombeadas del Fernanduco, que era el mejor bombero que había tenido el conjunto desde que se murió el señor Huallata, su padre, quien le dejó el puesto. Esos golpes de bombo eran los que marcaban el ritmo interno de los sopladores como yo y de los danzarines sea cual fuera su papel y traje. La gata maravillosa inventaba un jueguito lindo cada vez que el bombo hacía una pausa y coincidía con un final melódico de las cañas, para luego volver a empezar con el paso del baile.
Era como si con un control remoto alguien te pusiera en “stop” por un par de segundos, sin que llegaras a estar paralizado al cien por ciento. La gata tal vez de manera inconsciente, en ese momento de pausa, era cuando se inclinaba un poquito y entonces regalaba a la vista de quien estuviese tras ella un panorama supra hermoso, un espectáculo espectacular, como una bendición de la mamita Candicha, puesto que su traje era ceñido y se le marcaba todo, como si fuera una placa de rayos X o un fotograma, y uno podía ver los bordes de sus ropas íntimas como marco de su continente.
El asunto es que, gracias al bombo, el paso del baile sale libre, sin fingimientos ni babosadas. Uno puede darse cuenta de eso cuando ve bailar a la gata. No hay pose, porque no hay que quedar bien con el espectador; en todo caso, uno baila para sí mismo y consigo mismo, al tono de su libertad genital. Si eso es una belleza que gusta a la gente es otro cantar. Y la gata bailaba con toda esa belleza que era por dentro y por fuera, con su baile interior y con su baile exterior, siempre al compás del bombo. Por eso el bombo era tan importante para la música del conjunto. Sin bombo no había nada, así la afinación estuviese perfecta en los mil soplidos que salían de las cañas junto con la tarola y los platillos.
Por ejemplo, una vez, el Maní, que bailaba de chuncho, se puso delante de la gata, para robarle el show, para robarle las miradas de la gente, queriendo opacarla, pero como no pudo, destrozó el bombo: lanzó, el jijuna, su hacha al cielo y al regresar cayó como un misil en el cuero del bombo haciéndolo trizas. El Maní tuvo que desaparecer ese mismo instante, si no lo reventaban. Pero la gata siguió con su baile como si nada, como si al final de cuentas, créalo usted, no necesitara música ni bombo ni cañas para bailar. La recontra gata, la recontra alucinación. Por eso, la gata loqueaba con su baile y su mirada, y con su cuerpo y sus labios, y su aliento y su frutilla dulce que tenía en el alma y en las piernas cuando bailaba.
Escrito por
Escritor y periodista peruano. Magister en Literatura Hispanoamericana. Autor de novelas y libros de investigación y ensayo.