El barrio Belén o la Venecia de Iquitos. Parte 1.
Christian Reynoso
«No vayan, es peligroso», nos dicen. «Por eso justamente, iremos», respondemos. En efecto, después de visitar el barrio Belén de Iquitos confirmamos que las advertencias son un prejuicio de cierta parte de la sociedad iquiteña que parece desconocer su propia ciudad. Belén, anexo al mercado Belén, es el barrio más famoso de Iquitos, conocido también como la Venecia amazónica o la Venecia peruana por su arquitectura y el particular modo de vivir de sus habitantes, sobre el río Itaya. Este lo inunda todo en época de crecida, y los obliga a vivir sobre los aires en palafitos sostenidos con pilares de madera y a veces de concreto. Desde allí ven el mundo.
Junto con la compañía de nuestro amigo escritor loretano Patrick Pareja, visitamos Belén para conocer al niño y la otra cara de Iquitos, aquella que dista de la tradicional y turística estampa. A menudo se dice que Belén es también «turístico», pero, en realidad, es más que eso. Luego de llegar a la plazoleta del barrio y admirar la Glorieta nos internamos por los puentecillos de madera que, en la práctica, son armazones tabladas de estrecho espacio en el que apenas cabe una persona, lo que obliga a maniobrar cuando hay gente que transita en sentido contrario. Ello sin contar con las partes inestables en que las maderas driblean debido al uso. De caer, uno se dará un baño en las aguas del río que además están mezcladas con aguas servidas y la basura del cotidiano.
Caminamos por los puentecillos por más de dos cuadras en lo que es la calle Blasco Núñez. La gente desde sus casas nos mira con curiosidad, aunque ya esté acostumbrada a este tipo de visitas de foráneos haciendo quien sabe qué en su territorio; la gente, en lo que amablemente podríamos llamar terrazas, lava ropa, cocina, escucha música o descansa a la espera del paso de las horas y el calor. Algunos perros no se quedan atrás y ladran desde el infierno. Algunos niños se lanzan desde sus casas a las aguas del río como si fueran una gran piscina. Dicen que esos niños técnicamente deberían estar muertos, por la contaminación de las aguas, pero por alguna razón sus organismos han desarrollado más defensas que cualquiera, lo que los hace inmunes.
En una esquina de Blasco Núñez el entablado llega a su fin y debemos subir a un «llevo-llevo», un bote. Un hombre flacuchento, con pinta de psicodélica pobreza lumpen, aparece de pronto, en su oficio de jalador, y se ofrece a gestionar un paseo en llevo-llevo. Le dicen Manguera y tiene un humor crepitante y risotón. Aceptamos. Al rato vuelve y abordamos el llevo-llevo para pasear por el barrio, junto con él y el gondolero amazónico. Navegamos frente a los palafitos, ora abandonados, ora habitados en extrema pobreza lo mismo que con cierta belleza y opulencia; bordeamos la escuela, un grifo flotante, y el calor y el paseo no hacen añorar una San Juan. «¿Dónde se puede comprar una cerveza?», pregunto. «Hay un bar», responde Manguera. «¿Quieren ir?». «Sí». Manguera y el gondolero se miran con incredulidad en respuesta a nuestro deseo y naturalidad de querer beber en medio de Belén. Y allí vamos. La Balsa y el niño, nos esperan.
Escrito por
Escritor y periodista peruano. Magister en Literatura Hispanoamericana. Autor de novelas y libros de investigación y ensayo.